Posiblemente a muchos nos parezca que, hablar de pecados inconscientes es imposible o se trate de una justificación para no reconocer nuestra culpa. No obstante, lo cierto es que, podemos pecar sin estar consciente de ello. Cuando hablamos de pecados inconscientes, es aquellos pecados que pasan desapercibidos por nosotros, posiblemente por la rutina del día a día. Pero ¿qué hacer en relación a ellos?
En el camino de la santificación personal, es importante reconocer el papel fundamental de la Escritura para nuestro crecimiento, y es a través de ella que viene el conocimiento real de nuestra condición con el Señor. La Escritura, es como un espejo en el cual podemos ver la condición del corazón y discierne ciertamente lo que hay en él. En ese sentido, David escribe:
¿Quién podrá entender sus propios errores?
Líbrame de los que me son ocultos. (Sal 19:12.) En la NVI, se lee: “¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!“
En este salmo, David está exaltando la Ley de Dios (vv.7), dice que ella es perfecta, es recta, que restaura, que es dulce y verdadera. Y es ante la luz de la Ley, que David dice: ¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!. Al contemplar la pureza de la Ley, el salmista comprende que su corazón es débil y que tiende a transgredir los mandamientos del Señor. Cuando profundizamos en la Escritura, guiados por el Espíritu Santo, no podemos más que dar gracias por su amor y también confesar nuestros pecados, ¡incluso aquellos que pasamos por alto! Escribe Derek Kidner, al respecto de este versículo:
“Fue la ley mosaica la que hizo estas distinciones internas entre los pecados, pero tuvo éxito (como muestran estos versículos) en no permitir ningún pecado. El versículo 12a reconoce que una falta puede ocultarse no porque sea demasiado pequeña para verla, sino porque es demasiado característica para registrarla.“[1]
Pecamos sin darnos cuenta, porque lo vemos como algo normal. Una mentira, tomar algo que no nos pertenece, murmurar, cosas del día a día que se han vuelto parte de nuestra cotidianidad, pero de las cuales debemos arrepentirnos delante del Señor.
Escribe Agustín de Hipona:
“¿Qué dulzura puede existir en los pecados, si no es posible conocerlos? Porque ¿quién conoce los pecados que ciegan el mismo ojo al que es dulce la verdad, al que resultan apetecibles y dulces los juicios de Dios; y al igual que las tinieblas ciegan los ojos, así los pecados ciegan la mente, y no dejan ni ver la luz, ni verlos a ellos?“[2]
Llama mi atención lo que comenta Agustín, cuando dice “así los pecados ciegan la mente y no dejan ni ver la luz, ni verlos a ellos”. Estos pecados que cometemos de forma inconsciente, se han vuelto tan normal porque no los hemos confrontado por la Escritura.
Con esto, no quiero promover una especie de legalismo paranóico, sino más bien, mi idea (que por experiencia propia digo) a compartir es que, escudriñemos las Escrituras en el poder del Espíritu Santo y abramos nuestro corazón, de tal modo que también podamos decir con el salmista:
Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;
Pruébame y conoce mis pensamientos;
Y ve si hay en mí camino de perversidad,
Y guíame en el camino eterno. (Salmos 139:23-24)
Señor, examina nuestro corazón, y perdona los pecados que nos son ocultos.
[1]Derek Kidner, Psalms 1–72: an introduction and commentary, vol. 15, Tyndale Old Testament Commentaries (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1973), 117–118.
[2]Augustine of Hippo, «Expositions on the Book of Psalms», en Saint Augustin: Expositions on the Book of Psalms, ed. Philip Schaff, trad. A. Cleveland Coxe, vol. 8, A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, First Series (New York: Christian Literature Company, 1888), 55.