Lo que estás a punto de leer, es primeramente una autocrítica de un asunto que he venido reflexionando y corrigiendo en los últimos años. Espero este post te ayude a reflexionar y de ser necesario a rectificar.
Me encanta estudiar teología, leer libros sobre diferentes ramas de la teología, especialmente aquellos relacionados a la hermenéutica, prácticamente la mayor parte de mis ratos libres los dedico a leer. Hasta ahí, todo parece bien, nada nocivo ni perjudicial, pero cuánto más leía las Escrituras y algunos escritos de Thomas Manton, me daba cuenta de algo: había levantando un altar al conocimiento teológico. Sí, sin darme cuenta estaba construyendo del conocimiento teológico un ídolo. Las palabras de Juan Calvino resultan ser muy ciertas: “el corazón es una fábrica de ídolos”.
Y es que, es muy fácil llegar a enfocarnos tanto en adquirir conocimiento y olvidarnos del Señor. Amamos el medio pero no el fin. Ya no leemos o investigamos para deleitarnos en el Señor si no para hacernos sentir importantes, prestigiosos, ‘eruditos’, y grandes. El conocimiento como ídolo sumado al orgullo, nos promete tener siempre la razón. No nos interesa edificar a los demás, ayudarles, o instruirlos, sino sentirnos superiores. Sí, en definitiva, nos llegamos a creer dioses.
Pero ¿cómo lidiar con esto? Humillándonos continuamente ante el Señor. Reconociendo que toda gloria es para Él, que todo conocimiento perfecto está en Él, que sólo Él puede dirigirnos a conocerlo mediante Su palabra. Como bien señala el Dr. Beeke: “Nuestro orgullo intelectual y nuestra autosuficiencia amenazan continuamente con distorsionar nuestra teología. Combatimos esta tendencia orando humildemente por la iluminación del Espíritu, sin la cual no podemos ver nada. Juan Calvino dijo: “Por lo tanto, deben despojarse de todo orgullo y anhelar el entendimiento de la mano de Dios, reconociendo que no pueden aspirar a tan alto como para juzgar correctamente las obras de Dios y sacar provecho de ellas, hasta que él les haya dado visión espiritualmente celestial…Siendo ciegos no podemos ver nada en absoluto, hasta que él nos ha abierto los ojos, y. . . somos guiados y gobernados por esta revelación de su Espíritu Santo“[1]
Esta es la clave que he encontrado: orar antes y después de leer las Escrituras o algún libro afín. Puede parecerte algo muy simple, sin embargo es la manera en cómo podemos derribar ese altar al conocimiento y gozarnos únicamente en el Señor. Leemos, aprendemos, escudriñamos, para conocerlo más a Él, para deleitarnos en Él. Hagamos la siguiente frase del salmista, parte de nuestra oración: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley.” Si el Señor no nos ilumina, no podremos ver nada y lo que veamos sólo servirá para llenarnos de falsa superioridad y pretensiones ridículas. De modo que, tal conocimiento es inútil, Manton escribe: “…no sabemos más de lo que practicamos: 1 Juan 2:4, “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él”. Habla de Dios, pero no conoce a Dios. Es una falsedad cum intentione fallendi. Una mentira es una falsedad con la intención de engañar; engañarse a sí mismo y a los demás: Jer. 22.”[2]
El conocimiento de las Escrituras o teológico, debe ser para vivir para Él, para glorificar al Señor.
[1] Beeke, J., & Smalley, P. M. (2019). Reformed Systematic Theology, Volume 1: Volume 1: Revelation and God. Crossway Books.
[2]Harris, W., & Manton, T. (2012). The complete works of Thomas Manton, D.D. : with memoir of the author Volume 20, Sermon III. Ulan Press.